La pequeña Elena Kowalska, a quien Jesús llamó a ser religiosa y le encomendó la tarea de su santísimo icono de la Divina Misericordia, era una mujer muy humilde, que se reconocía a ella misma como miseria.
¿Cómo podría ella abrirse a los abismos de la Misericordia si primero no se reconociera miseria?
A veces nosotros queremos que nos alaben, que hablen grandes cosas, que nos llamen por un título, y es muy curioso que Jesús, siendo grande, se hizo pequeño, quería ser niño, y escoge a personas humildes para manifestar su amor.
En el caso de Santa Faustina, ella desde niña amaba a Dios. Una vez para poder ir a misa, se levantó temprano y llevó a pastar al ganado, su padre le esperaba con un cinturón pues pensó que seguramente el ganado había dañado la cebada, pero cuál fue su sorpresa que no.
Su familia, aunque devota, era grande y pobre. Elena solo tenía un vestido para la semana, y usaba este mismo para ir a misa, lo cual otras personas veían horrible, a ella no le importaba.
Ya siendo una jovencita sintió el llamado, sin embargo, por un tiempo solo se ocupó de las cosas del mundo, que no le llenaban.
«Abandoné la sala de baile y me fui a la catedral, empezaba a amanecer. Me postré ante el Santísimo, y pedí al señor que me diera a conocer lo que debía hacer. Escuché «Anda a Varsovia, allá entrarás al convento». Me levanté, volví a mi casa a ordenar mis cosas. Le conté a mi hermana lo que me había ocurrido y le pedí que me disculpara ante mis padres».
No fue tan fácil; pero a su llegada, la Santísima Virgen le dijo dónde pasar la noche, y en una de las misas en Varsovia, escuchó «Anda a hablar con este sacerdote, él te indicará lo que tienes que hacer».
Elena trabajó para una señora piadosa con seis hijos, y ya hasta la consideraban parte de la familia. La recibieron en el convento solo después de que ella misma pidiera al Santísimo su aceptación.
Hasta ese entonces se necesitaba una dote para entrar, y ella no tenía, pero trabajaba duro todo el día.
En su primer año de noviciado relata que fue invadida por las tinieblas, se sintió rechazada por Dios, hasta que Jesús la calmó diciendo «Tú eres mi alegría, delicias de mi corazón».
Aquella novicia a la que hasta sus maestras juzgaban como visionaria, hizo posible que un artista pintara el retrato de la Divina Misericordia.