La historia de la beata Conchita Cabrera de Armida engloba una muy intensa vida espiritual, pues ella siendo hija, madre, esposa, viuda e incluso religiosa confiaba siempre en los planes de Dios. Y además, como algunos santos, tuvo una infancia marcada por milagros.
Para empezar, sus padres la esperaban con amor, preguntándose si nacería el doce de diciembre y la llamarían Guadalupe, o si nacería el ocho y le pondrían el nombre de Concepción. Sin embargo, su padre tuvo que decidir si salvarla a ella o a la mamá (y para no dejar hijos huérfanos prefirió lo segundo).
El milagro de su nacimiento fue poco antes del segundo, pues como su mamá había quedado débil, Conchita quedó a la merced de nodrizas, algunas resultaron rateras y otras, despreocupadas por ella. Salvó la vida gracias a la esposa del portero de la hacienda familiar.
Por si esto fuera poco, ya estando crecidita, se le ocurrió jugar a ser torera; su papá se bajó como un rayo para quitarla, pero a él le costó una ligera herida en la pierna.
Al cabo de la adolescencia, a Conchita se le insistía para que fuera a los bailes. Y en uno de esos, Francisco Armida le declaró su amor. Tuvo muchos pretendientes ricos, pero ella decidió casarse con un joven trabajador y bueno, eso sí, después de años de noviazgo.
Como se dice coloquialmente: «No todo fue miel sobre hojuelas» ni en su matrimonio, ni en el cuidado de sus hijos, ni en su vida como religiosa, pero Conchita no se dejó vencer. ¡Y eso que vivió la persecución católica!
Habiendo quedado viuda, sus hijos fueron eligiendo la vida consagrada, otros se casaron, otros los enterró. Conoció el dolor de perder a sus hijos y la alegría de que otros eligieran el camino de Dios.
Mientras tenía lugar la persecución, Conchita luchó por formalizar una congregación, que hasta la fecha sigue obrando, y, como muchas personas, esperando por la canonización de la Beata Concepción Cabrera de Armida.